Un dulce caramelo



No podía verla sin ahogar un respingo de indignación y desprecio, pero se contenía bien. La veía ahí, algo torpe, inseparable de su bastón con nudillos amarillos que parecía ya parte de su piel, arrastrando los pies mientras caminaba con pesadez: su cuerpo mancillado por el tiempo se balanceaba a cada paso.

No era una tierna anciana como habría esperado Olivier, cuya vida ella había desgraciado los últimos dos años desde su llegada. Es que no tenía otra alternativa, porque no había más familia cercana que él mismo. En el patio, oscilando con lentitud en la recién reparada banca de la glorieta, pensó en cuánto la detestaba. Le resultaba imposible hallar un eficiente adjetivo descalificativo contra ella, aquella molesta anciana, y utilizar tres seguidos no parecía calmar su silenciosa e incondicional rabia mientras sujetaba una espiga de hierba escogida al azar. Vio una pequeña lagartija verde brillante que trepaba por uno de los maderos de la glorieta y quiso concentrar sus pensamientos en el reptil pero no podía.

La tía abuela Dauphine Troispoux había vivido en veinticinco casas antes de parar en Lyon, con Olivier. La señora Troispoux, de noventa y nueve años, once meses y una semana a la fecha, no parecía vivir sino cincuenta ligeros años menos. Jacqueline Troispoux, la ahora fallecida abuela de Olivier, era la más pequeña de los cuatro hermanos que conformaban su familia. Dauphine era la mayor de ellos, de los cuales sólo ella sobrevivía al curso del tiempo, feliz, sin ninguna enfermedad aparente y despreocupada de un vertiginoso mundo como el de finales del siglo XX. Había visto pasar las dos Guerras Mundiales; pudo conocer a Picasso y a Dalí, a García Lorca y a Hemingway, que habían visitado parte de París; y, luego, supo de sus funerales. Fue testigo de las bombas atómicas, de la Guerra Fría, del alunizaje. También pudo hablar con lucidez de la caída del Muro en el  89, y vio llegar el cambio del milenio.

En su larga vida, la tía abuela Dauphine se había casado cuatro veces y todos sus maridos habían sido un éxito en lo que a la relación matrimonial se refiere; pero, y esto hay que advertirlo, habían muerto bajo circunstancias nunca aclaradas del todo: algo que caracterizaba a aquella mujer era la fatalidad que la acompañaba y el extraño final de los parientes que vivieron con ella en aquellas veinticinco casas de las que hemos hablado antes. Entonces pueden reconsiderarse las trágicas y patéticas muertes que sufrieron los cuatro tíos abuelos que tuvo Olivier en compañía de la señora Dauphine: el primero, sorprendido por un ataque cardíaco; el segundo, una accidental caída por las escaleras; el tercero sufrió espasmos; y el cuarto murió de una sobredosis de somníferos en una tina.

Ahora, ya anciana, viuda cuatro veces (sin contar sus posibles amantes de juventud), la matriarca era venerada por su legendaria fortaleza casi divina; era una mujer cuyas particularidades, como se ve, recordaban a las “viudas negras”, o ese cierto tipo de arañas que mata a sus compañeros de placer. Tampoco ningún amigo de su vida longeva había sobrevivido para verla muerta, pero ella sí había ido a los funerales de cada uno de ellos. La desgracia también llegó a sus parientes, lo que hizo que con frecuencia cambiara de casa: su primera víctima había sido su último esposo, Gilbert Boisgibault, hacía unos cincuenta o más años atrás; y ahora, después de tantas mudanzas, era el turno de un optimista, alegre y tal vez demasiado inocente Olivier, su último pariente lejano vivo.

Olivier Donnedieu había pasado los treinta años hacía poco tiempo, y era un feliz recién casado. Su joven esposa, Paulette Goubert, en lo más íntimo de su ser, deseaba la llegada de un nuevo niño para animar aquella preciosa casa de Lyon. Ambos ignoraban, hacía dos años atrás, que las desgracias podían llegar a la puerta apoyada de un bastón amarillento. Todo había comenzado con la muerte del hermano mayor de Olivier, Claude, a causa de un derrame cerebral, una justificación suficiente para buscar a la anciana Dauphine para atenderla. ¿Para qué llevarla a un asilo si puede vivir con sus parientes los que podían ser sus últimos días? A su vez, Paulette esperaba con alegría en Lyon: imaginaba las conversaciones de una mujer que había podido tomarse un café con Picasso.

Por su parte, Olivier mostraba en el rostro un orgullo juvenil: la tía abuela tendría tantas cosas que contar sobre el pasado familiar. Con una sonrisa amplia, extendió los brazos a la anciana cuando abrió la puerta principal de la residencia del difunto hermano Claude en París.

—¡Abuela! —exclamó con sincera alegría.

—Qué…

—¡Soy yo, Olivier! ¿Me recuerdas?

Estaba de pie en la puerta y lo miraba con los ojos entrecerrados apoyada de su bastón amarillo y con un importante número de viejas maletas grandes de fondo. Parecía no haber salido de la casa del difunto Claude en años; sin embargo, estaba lúcida y saludable. El rostro arrugado por la edad permanecía impasible ante Olivier a quien no veía desde hacía ya unas décadas. Quizá no lo reconocería…

—¡Ah, eres tú, muchacho! ¿Dónde diablos habías estado? ¡Te he esperado desde hace media hora!

Sí, lo había reconocido. Así que, enternecido, fue hasta ella y la abrazó, pero no obtuvo más que un certero golpe en la cabeza con el mango del bastón:

—¡Más respeto por tu abuela, muchacho! ¿O acaso Jacqueline no te ha enseñado modales?

Y con este cálido recibimiento que demostró que sí recordaba el nombre de su abuela, empezaron dos años de pesadilla para la familia Donnedieu.

Paulette, quien no llevaba ni seis meses de haber regresado de su luna de miel, se enfrentó a la pesadilla viva más larga de su vida: ella, que no había conocido a sus abuelos, al menos esperaba sentir la calidez y el amor de una abuela prestada. Era ella de una crianza noble y sencilla que la había hecho una muchacha de dotes encantadoras y amigables. Así, además de su belleza física, logró cautivar la atención de Olivier al primer encuentro. Una salida a la costa sur, en Marseille, fue suficiente para que para que cayeran ambos enamorados y extraviados en el cariño recíproco. De haber sabido que estas cosas pasarían tres años después de haber aceptado bailar con él la primera vez, habría tomado otra dirección y cambiado su número de teléfono. Pero ahora Paulette estaba allí, en la casita de Lyon, con él, en la felicidad bucólica de los recién casados ahora en proceso de buscar un niño que alegrara los días de la pareja.

—¿Ésta es tu mujer? —fue el saludo de la anciana al bajar del auto de su sobrino nieto—. Pudiste encontrarte piernas y busto mejores, Olivier.

Los poco halagadores comentarios hicieron que los esposos sonrieran forzados.

—Cuando era un chico de doce años consiguió acostarse con su prima Marie, en Marseille. ¡Claro que lo recuerdo! —rio la anciana dando un codazo al costillar de Olivier.

—¿En serio, abuela?

—¡Claro que sí! ¿Cómo no te ha contado? Ese bribón, desde entonces, no puede ver entrepiernas abiertas y…

—Abuela —interrumpió Olivier—, vamos a mostrarte tu habitación. Debes estar agotada por el viaje.

Olivier condujo a la anciana por las escaleras hasta su nueva habitación, pero al regresar por las maletas encontró a Paulette con un ligero rubor en las mejillas, más bien pálidas por naturaleza.

—Entonces aquella chica en Marseille… era tu prima Marie, ¿eh? —preguntó con  una sarcástica ceja enarcada.

—Vamos, Paulie —sin inquietarse, Olivier trató de explicar las cosas mientras cargaba las maletas de la abuela—. Sólo son divagaciones del pasado: son casi cien años, corazón. Además, Marie está casada ya. Lo sabes.

La verdad, Marie Artot no representaba ninguna amenaza para ella a menos que se tomara en cuenta el no poco escandaloso historial de aquella joven: ella formaba parte de un interesantísimo número de comentarios en las revistas del corazón locales que mucho dejaban a la especulación de su también reciente matrimonio. Paulette resopló ante la confianza que Olivier expresaba y, más tranquila, ahora lo ayudaba a subir el equipaje a la alcoba superior.

* * *

En la pequeña casa a las afueras de Lyon pronto los cambios comenzaron a realizarse a la par de las exigencias de la nueva inquilina. Ya habían escogido para ella la habitación que se ubicaba al lado del cuarto principal, de modo que si había algún problema fuese más sencillo solucionarlo. De hecho, los problemas surgieron en la primera quincena cuando descubrieron que la abuela era de sueño ligero.

Se recordará que Paulette quería desde hacía algunos meses tener un hijo que animara los días de la casita de Lyon: ahora que comenzaban sus días fértiles, sentía que era el momento apropiado para intentarlo. Sin embargo, y aunque la joven pareja trabajó en el tema con el mayor sigilo posible, la abuela insistía en que no la dejaban dormir. De hecho, una noche de los primeros días, la abuela entró de improviso en la habitación. Sorprendida, Paulette empujó a Olivier con una patada a la pared, y éste, a su vez, se cubrió con la funda de la almohada para llevar a la abuela a su sitio.

—¡Sucio! ¡Puerco! ¿Qué hacías delante de mí? ¿Juguetear como lo hacías con Marie en la granja?

—¡Nada, abuela! ¡Vaya a su cama!

En otra ocasión, cuando creían que la mejor estrategia era cambiar el lugar de los acontecimientos, la anciana los sorprendió en el sofá. Y luego en el desván. Y en el sótano. Y en… Así, toda la casa, en palabras de aquella contumaz mujer, era un “sitio público, no para hacer cochinadas”: había declarado la guerra a la intimidad de los Donnedieu.

La desesperación de Paulette llegaba a los límites de la exageración y, en efecto, su paciencia no duraría toda la vida. Los hechos comprobarían luego que nada se escapaba de la mirada de aquella entrometida anciana. Para colmo de males, ni siquiera podían ir a un hotel una noche por temor a que muriese de súbito y en ausencia de ellos para hacer algo. Su intimidad estaba vigilada hasta el tuétano, salvo que alguno de los dos no participara en acto sexual alguno. La situación había llegado a un punto insoportable y entre ambos llegaron a coordinarse para que uno distrajera a la recalcitrante anciana mientras el otro buscaba la manera de darse un consuelo solitario. Sólo así, ninguno de los dos cayó en la impotencia o la frigidez.

***

—Podríamos enviarla con el primo Antoine —sugirió Paulette.

—No, a él no. La abandonaría en la calle. Ni él mismo tiene dónde caerse muerto.

—¿Y François?

—No contesta…

—¿Qué tal Arietta? Podría llevarla a su casa un tiempo: Cannes es un sitio maravilloso y el Mediterráneo es excelente para los pulmones —Paulette no sabía de dónde había sacado aquellas palabras sobre Cannes, que nunca había visitado, pero entendía que era suficiente como promoción turística haberlo leído en un anuncio de la Reader Digest’s—. Vive sola y necesita con quien hablar.

—Arietta se perdió en Australia.

—¡¿Cómo que se perdió en Australia?!

—Sí —respondió él derrotado—. Creo que fue un canguro.

Dos años, dos largos años en busca de quien lograra llevarse a la anciana Dauphine. No podían enviarla a un asilo, porque recomendaban que las personas de su edad deberían estar con su familia, si la tenían. El hermano mayor de Olivier, Claude, que estaba divorciado y feliz, fue testigo de cómo su felicidad se vino abajo con la llegada de la tía abuela Dauphine a su departamento en París. Su muerte no fue por un exceso de alcohol, como algunos creyeron, o de nicotina; no bebía sino con moderación, a pesar de sus ligerezas y retozos, y no fumaba por problemas respiratorios. Lo que nadie llegó a deducir jamás era que lo había matado la exasperación, tal como había pasado con cada uno de los miembros de la familia con quien vivió la vieja Troispoux. Un examen de la situación podía revelar a simple vista que, primero, había sido Claude contra la abuela, uno contra uno; esta vez la cosa cambiaba con cierta ventaja, porque eran Olivier y Paulette contra la abuela, dos contra uno: la ventaja en la batalla de resistencia tendría que ser todavía mayor.

Abandonada la esperanza de dejar a la abuela en algún otro lugar donde no matara a nadie, había que pensar en alternativas más prácticas y accesibles.

—¿Por qué no sería a ella a quien se la llevó un canguro? —suspiró Paulette en voz baja, viendo el pesado cuerpo de la abuela dormir ante el televisor.

—No lo sé, querida, es… ¡un misterio! —suspiró también Olivier.

Ella avanzó hasta el televisor, a través de los ruidos que la anciana hacía, con intención de apagarlo. Una larga y sonora flatulencia de la anciana la distrajo y se tapó la nariz, asqueada. El ronquido flotante de la abuela se interrumpió un instante, pero pronto continuó aquel inusual pesado sueño sin indicios de despertar.

—…el sexagenario residente en Toulon ha fallecido ayer en la noche después de un ataque al corazón —decía el reportero de turno. Un recuadro con la imagen de un hombre viejo apareció en la parte superior izquierda de la pantalla—. Sus familiares, desconsolados, han ido a la ciudad para asistir al funeral de uno de los más grandes empresarios de la nación.

La imagen fue interrumpida por una entrevista en Toulon a una mujer al borde de las lágrimas.

—Lamento tanto la partida del tío Jean… —dijo en un hilo de voz—, ni siquiera tuvimos tiempo de despedirnos.

Con gran tristeza la mujer se apartó de la cámara y se limpió el rostro con un pañuelo. Hubo otro corte de imagen y el reportero principal habló desde los estudios.

—Monsieur Jean-Pierre Leclercq no dejó herederos seguros, así que la empresa bajo su cargo se encargará de distribuir los bienes y finanzas del…

Paulette miró a Olivier, que descansaba el peso del cuerpo apoyado en el marco de la puerta: no podían creer lo que oían. ¿Cómo antes no se les había ocurrido nada? Paulette apagó el televisor, se dirigió a su esposo y, tomándolo del brazo, subieron a la recámara principal.

—Crees que…

—No he revisado aún.

—¿Que no?

—Revisaré mañana mismo. Prepara waffles con ella mañana.

La tía abuela detestaba los deliciosos waffles americanos de Paulette, sólo porque, a pesar de su edad y conocimientos culinarios, no sabía prepararlos, y no paraba de criticar cada movimiento de su sobrina nieta postiza. La joven esposa hizo oídos sordos mientras cocinaba al mismo tiempo que vigilaba de reojo a la anciana. Mientras tanto, en la planta alta, Olivier revisaba los papeles de Dauphine Troispoux para tratar de encontrar algún documento importante, un testamento. Cuando sólo faltaba poner miel a los waffles, se escuchó que Olivier lanzó un grito de alegría.

—¿Qué le habrá pasado? Iré a verle…

—No, abuela Dauphine. Él… Él estaba… Estaba reparando algo en la habitación. Debió… Debió martillarse un dedo…

—¡Ah, ése tonto no sabe hacer nada bien! Cuando su tío Roland tenía su edad…

Unos minutos después, Paulette vio a su esposo, triunfante, en el marco de la puerta de la cocina.

—¡Lo tengo! —gesticuló sin pronunciar sonido alguno.

—Bueno, abuela, es hora de comer —anunció Paulette con una sonrisa de media boca, y el desayuno fue servido en una paz alucinante.

Tan pronto el testamento estuvo en manos de la pareja, comenzaron a estudiar los números: eran cifras de varios ceros a favor. Emocionados, procedieron a pensar acerca de cuánto tiempo le podía quedar a la endemoniada tía abuela. Nadie había encontrado ese documento antes, y nadie, tal vez por estar más ocupados en ver muerta a aquella fatal mujer, podría sospechar que alguna vez hubiese hecho un testamento de bienes tan sustancial. La señora Troispoux, a sus noventa años, gozaba de mejor salud que cualquier dictador africano; hasta bromeaba y maniobraba con la gracia de una alegre solterona de cuarenta años. En la familia, sobre todo después de la trágica e inesperada muerte de Claude, no había siquiera uno que quisiera hacerse cargo de la tía abuela: ella, con su parsimonioso andar, consumía el árbol familiar como un incendio forestal. Y ella, a diferencia del resto de la familia, tenía una envidiable vida rebosante de salud, tal como indicaban los informes médicos más recientes. Por eso, Olivier, que pasó de un amor fraternal a un odio, digamos, excepcional, pensó en la solución más conveniente, práctica e inmediata que cualquiera podía imaginar en una situación desesperada: había que acabar con Dauphine Troispoux.

***

Durante los siguientes cuatro meses, la esperanza de liberarse de aquella maldición creció y Paulette comenzó a animarse con la idea de tener un bebé. Año y medio sin sexo real, nada más de toqueteos ocasionales y desconsolados, casi la habían sacado de quicio a niveles impredecibles en medio de la desesperación. Todo ese tiempo, el esfuerzo de la joven pareja se desvió a pensar en un “accidente eficaz” que terminara con sus pesares de una vez por todas.

Una vez más, la casa sufrió cambios. En varias ocasiones se habían desajustado las puertas, desatornillado las sillas y camas, enjabonado el piso del baño, dislocado algunas tablas de las escaleras… Todo en diferentes sesiones. A cada nuevo plan estaban atentos a cualquier resultado favorable; pero lo cierto era que todo salía mal: en vez de que la vieja se descalabrara por las escaleras, en el baño o la cama, como podría suceder cualquier accidente doméstico que ocurriese a anciano cualquiera, era uno de los esposos Donnedieu que caía en la trampa.

—¡Aquí todo está mal arreglado! —se quejó una vez la anciana apartándose de Olivier mientras Paulette lo ayudaba a levantarse de la banca rota en la glorieta del patio.

Aquello de planear un “accidente eficaz” era agotador, y los accidentes eran cada vez más dolorosos. En un tiempo dejaron de alterar el orden natural de las cosas y el hogar de Lyon regresó a su calma habitual. Así que, un día, para descansar y distraer los pensamientos, Paulette salió al supermercado en busca de algunas baratijas para picar. Se tomó su tiempo. En el carrito puso una bolsa de frituras, algo de beber, una prueba de embarazos (una corazonada) y una gran bolsa de caramelos duros: hacía meses que el botijo de la sala no tenía ni uno.

Ya en casa, guardó la compra y, mientras vaciaba la bolsa de caramelos en la vasija, los brazos de Olivier la rodearon.

—Está en el baño… —susurró—. Va a tardar un poco.

Apresurados, como nunca antes, se encargaron de recordar una posición cómoda y expresa para fabricar bebé en la alacena debajo de la escalera. En quince minutos, un orgasmo real en ambos los premió y, triunfantes, salieron de allí.

Algunas semanas después, Paulette usó la prueba desechable antes de irse a dormir.

—Las cosas mejoran —susurró al oído de Olivier cuando se acostó.

—¡Paulie! —exclamó él en voz baja—. ¡Ya era hora!

Y juntos durmieron acurrucados mientras la luna les iluminaba en la penumbra.

Al día siguiente, la abuela descubrió los caramelos en la sala. Fuera de sus costumbres, pidió permiso para comer unos cuantos.

—¿Puedo tomar los caramelos de la sala? —preguntó en una tímida e infantil sumisión.

—¡Por supuesto, abuela! Son todos suyos si lo desea.

Paulette estaba tranquila y un saludable color sonrosado regresó poco a poco a su rostro. Vio por la ventana a su esposo, admirando el jardín en mangas de camisa mientras jugueteaba con una brizna de hierba; era su momento de paz preferido para pensar. La tía abuela, en la sala, tomó un puñado rebosante de caramelos y se sentó ante la televisión. La feliz esposa secaba los platos de la cocina al momento que entró Olivier con algo sujeto en las manos:

—Mira qué animal tan extraño…

Ella se volvió a ver y lanzó un grito al ver una cómica lagartija verde brillante en las manos de Olivier. Dejó caer el plato de sus manos y continuó gritando mientras corría de un extremo al otro de la cocina como si le hubiese caído encima y no pudiese desprenderse de ella.

—¡SÁCALO! ¡SÁCALO DE AQUÍ!

Atraída por el escándalo, entró la Dauphine y observó la escena hipnotizada sin dejar de chupar caramelos. Y todo sucedió. Ella comenzó a reír un poco; luego, la risita pasó a ser una risotada; de la risotada, la anciana ahora lanzaba sonoras carcajadas. Entre tanto, Paulette no cesaba de gritar y Olivier trataba de apagar el incendio que había iniciado con lo que pensaba era un chiste sano. La vieja reía sin control hasta que, de pronto, se detuvo en seco: los caramelos que todavía estaban en sus manos cayeron al suelo, las llevó a la garganta, su rostro se crispó y poco a poco alcanzó un tono morado. En unos segundos que parecieron eternos, la mujer se precipitó en silencio con cara al suelo produciendo un ruido similar al de un saco de papas. Fue entonces cuando Paulette dejó de gritar y Olivier soltó la lagartija en el patio.

Dauphine Troispoux había muerto.

***

Nueve meses más tarde, Paulette y Olivier tuvieron a Pierre Donnedieu, un bebé saludable que había pesado cuatro kilos y medio. Ahora vivían tranquilos en su casita a las afueras de Lyon. No se había abierto proceso tras la muerte accidental de la tía abuela Dauphine, la herencia sirvió en parte para darle un funeral respetable y regresó Arietta de Australia. Todo se había solucionado.

Un tiempo después, en una pequeña reunión de familia, unos primos lejanos le agradecieron a Olivier y a Paulette el favor que habían hecho a la familia, y preguntaban con frecuencia cómo había ocurrido el milagro. Pero Paulette prefería mantener los detalles con una sonrisa, y sólo respondía:

—Todo fue gracias a un caramelo… Un dulce caramelo.

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